Por: Andrés García Viesca
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Página 1 de 2El Último ValsAndrés García ViescaEn el ocaso de su vida, Braulio descubrió que la vejez no era un naufragio, sino unainsurrección contra el olvido. A los noventa y seis años, viudo y confinado en una casahogar por la conveniencia propia y la de sus hijos, no se resignó a la quietud senil que se lebrindaba.Con el vigor de un adolescente y la sabiduría de un nonagenario, Braulio transformaba cadarincón de la casa hogar en un escenario de sus caprichos y fantasías. Un día, iluminó eljardín con un laberinto de luces parpadeantes, creando un cortocircuito que dejó alestablecimiento a oscuras durante horas. Otro, inundó su habitación en un intento dereciclar el agua de lluvia, soñando con un sistema que algún día aliviara la sed de losregiomontanos.Arquitecto de formación y pachuco de corazón, sus días transcurrían entre planos deviviendas imaginarias y bailes improvisados en los que, con traje de zoot suit, seducía a suscompañeras en cada fiesta. A pesar de su edad, Braulio no había perdido el ritmo, ni eldeseo de amar y ser amado.La aparición de Aurora, una nueva residente de ojos vivaces y sonrisa cómplice, reavivó enél las llamas de una juventud agazapada. Encontrarse con ella fue como descubrir unsecreto escondido en las arrugas de su propio reflejo. Desde el momento en que sus miradasse cruzaron, Braulio supo que quería pasar el resto de sus días a su lado.Sin embargo, la vida de Braulio estaba manejada por las riendas del destino. Cuando lesconfesó a sus hijos el deseo de casarse con Aurora, las dudas no se hicieron esperar. “Esmuy frío en noviembre”, decía uno. “Es mejor en primavera”, insistía otro. “¿Y si soloquiere tu dinero?”, cuestionaba el tercero. Braulio, agobiado pero seguro, planeó junto aAurora una boda secreta, desafiando los temores de sus hijos.Todo se desvaneció una fría tarde de diciembre. Aurora se desmayó y fue llevada deurgencia al hospital. Braulio, aislado y sumido en la ansiedad pasó tres días en un tormentode incertidumbre. Finalmente, sus hijos llegaron con la noticia que desgarraría su corazónpor segunda vez: Aurora había muerto.El dolor lo envolvió como una mortaja helada. Para el funeral y en honor a Aurora, Brauliodecidió vestirse con el traje que había alquilado para la boda no celebrada. Se presentó enfrac y con una corbata que guardaba el brillo de sus esperanzas truncadas. Allí, frente alféretro, Braulio bailó su último vals, moviéndose al ritmo de una música que solo él podíaescuchar.
Página 2 de 2Sus movimientos eran lentos, pero cargados de una dignidad desgarradora. No habíalágrimas; solo un profundo dolor que se expresaba en cada paso, en cada giro que dabaalrededor del ataúd. Los asistentes observaban en silencio, conmovidos ante la imagen deese amor que no había partido con la muerte ni se perdía por la indiferencia del tiempo.Con el último acorde de su corazón danzante, Braulio se detuvo y elevó su mirada hacia elcielo. Sus labios murmuraron palabras de despedida que se perdieron en el susurro delsilencio. Con reverencia, se inclinó ante el ataúd y depositó un beso en el gélido metal. Enese instante, las velas titilaron y se extinguieron, sumiendo a la iglesia en la oscuridad. Sinembargo, una luz etérea comenzó a emanar del aire mismo, iluminando el espacio con unresplandor que no tenía origen visible sino que parecía brotar de la esencia del cosmos.Desde el balcón, donde otrora resonaban las voces del coro, se desplegó una escalera deluz. Aurora descendía por ella envuelta en un vestido tejido de estrellas, sus ojosresplandecientes como cometas en la umbra nocturna. Al alcanzar el piso, su encuentro conBraulio desencadenó un nuevo vals. Los dos giraban, ascendiendo lentamente por laescalera luminosa al compás de una melodía celestial.Mientras danzaban un rayo de luz se unió a su baile, con cada paso ascendente, los testigosen la iglesia veían el desvanecimiento de la pareja en el fulgor del entorno. Y justo cuandola última nota vibró en el aire, Braulio, Aurora y la luminiscente escalera, se esfumaron.En la casa hogar su habitación quedó vacía, salvo por los planos de casas nunca construidasy un par de zapatos de baile desgastados.
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